El diario Página 12 publica todos los días un suplemento, Verano 12, que incluye, además de crucigramas o juegos de ingenio para no aburrirse en la playa, un cuento de un autor argentino. Han pasado ya Abelardo Castillo, Luis Guzmásm, Noe Jitrik, Vicente Batista, Dal Masseto, Liliana Heker, Fabian Casas entre muchos otros. El suplemento incluye el cuento y una presentaciñon/explicación escrita por el mismo autor del porqué  o la motivación al escribir el  cuento.
Hoy publicaron un cuento exquisito de para mí el mejor escritor argentino vivo:  Marcelo Cohen.
La gran cadena de los panaderos.
Para leer el cuento completo ingresá ACÁ
EL CUENTO POR SU AUTOR
Todavía, aunque ya sea algo tarde, se oye repetir que  la novela puede ganarle al lector por puntos, pero el cuento debe  dejarlo KO. Nunca me gustó este símil poco ingenioso; pienso que ni el  gran cuentista que lo dejó escapar ni muchos de los hinchas que lo  propagan se pararon nunca a considerar lo que esconde. En dos escritores  que admiro y diferentes entre sí a más no poder, Macedonio Fernández y  William Burroughs, encontré una idea más penetrante: la literatura debe  aspirar a conmover integralmente la conciencia del lector. Parece claro  que esa conmoción no debería parecerse en nada a la conmoción cerebral  que causa un cascotazo en la cabeza. Si se habla de combate, y no hay  poco de eso en la lectura, prefiero que el que entablan lector y autor  sea mental, o, mejor todavía, que el éxito o el fracaso del autor se  parezcan al del buen anfitrión. Aquí le ofrezco este lugar. ¿Le gustaría  vivir en él una temporada? ¿Y qué le parece la idea de volver más  adelante?
Un KO es cosa de mucha habilidad y bastante potencia. Pero un cuento  puede no ser una pieza de habilidad. Desde mi punto de vista, un buen  cuento es el que ofrece una sensación verdadera –o la actualiza–, y  ofrecer una sensación requiere haber sentido, o tener la nostalgia de  haber sentido o haber pensado un sentimiento. Estas cualidades no son  exactamente técnicas; son del orden de lo sensual, quizá de lo sexual, y  por qué no del idealismo poético, que es una forma del pensamiento. Las  sensaciones verdaderas son poco comunes en un mundo lleno de  mediaciones estridentes, tapizado de copias y fingimientos, roturado por  un lenguaje tan ajeno a la vida que en vez de comunicar a la gente la  separa. Pero si el lenguaje es el gran instrumento de sujeción y control  también puede ser un tímpano de lo más sensible. Entre esas dos  posibilidades se libran los combates literarios, y ahí sí el cuento debe  actuar con cierta velocidad: de modo de eludir el ruido de los mensajes  gerenciadores, supuestamente incitantes y manifiestamente insulsos,  pero no ese “ruido” perturbador que son las palabras cuando andan a la  busca de un significado que se nos hurta. Ahora bien, un desarrollo  estético fatal pone periódicamente al cuento moderno ante una disyuntiva  estrecha: o vuelve al romanticismo (es “una representación profética”,  como pedía Novalis), o se exalta a sí mismo como dispositivo perfecto,  “maquinita”, y por esa vía cae de nuevo en la superstición técnica y  sucumbe a la preceptiva. Por mi parte, a veces he escrito cuentos casi  por el capricho de rebatir esos modelos. La salida al falso dilema la  entreví por ejemplo en Kafka, Buzzatti, Felisberto Hernández, Virgilio  Pinera, John Cheever, James Ballard o, para ser más contemporáneo, M.  John Harrison y la extraordinaria Kelly Link (cuya promoción encendida  aprovecho para hacer en este espacio para todos los lectores de verano),  el núcleo de cuyos cuentos suele ser algo que se ha captado con más de  un sentido y por eso perdura, como esa música de un concierto que uno  puede recomponer horas después, de vuelta en casa, a partir de unos  fragmentos que se estamparon en la memoria. Cuentos que abjuran de la  perfección, a veces conjuntos de escenas dispersas, como si hubieran  soñado, sin conseguirla del todo, una forma todavía desconocida. A veces  el camino hacia la sensación verdadera da un largo rodeo por lo  fantástico. Otras veces el rodeo es realista. De hecho, el cuento le  enseña a la vida que los rodeos no existen. Siempre existe un solo  camino, y en general el pathos radica no en haber tomado el camino malo  sino en haber tomado el único posible, pero sufrir la errónea sospecha  de que podía haber otro. La médula de los cuentos que siempre quise  emular, me parece, es una imagen en la cual tienden a confluir varios  contenidos mentales, o entran en relación percepciones diversas. Si el  cuento consigue reunirlas, el efecto en el lector es el de un despertar a  la experiencia, algo que en el mundo siempre está a punto de perderse.  Quizá por todo esto nunca escribí un cuento en base a una anécdota,  propia o recogida, ni deformando o ampliando una anécdota, ni  sometiéndola a inversiones, desplazamientos, condensaciones o  transformaciones, como explica Freud que hacen los sueños para figurar  un mensaje intolerable. No: lo que me gusta es idear nexos entre dos o  más motivos cualesquiera que aparecen de repente en la cabeza y se  niegan a abandonarla. No siempre el procedimiento me permitió entender  por qué esos motivos estaban ahí, ni la imagen que obtuve uniendo varias  fue reveladora, pero al menos me permitió llegar a la conclusión de  que, muy a menudo, lo que narra un buen cuento es la historia del  descubrimiento de un error. O sea, la historia de un despertar.En el cuento que sigue, el que despierta es un panadero.
Marcelo Cohen 

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