viernes, 11 de febrero de 2011

García Márquez, una idea dando vueltas.

Un buen ejemplo de cómo el miedo influye sobre las personas, con una historia simple, en un pueblito perdido, que nos cuenta el gran Gabo. 
Y para pensar sobre el poder de los medios y como la información maneja y manipula la vida diaria de todos.


Tomado de elespectador.com

..Y esto me permite decirles una cosa que compruebo ahora, después de haber publicado cinco libros: el oficio de escritor es tal vez el único que se hace más difícil a medida que más se practica. La facilidad con que yo me senté a escribir aquel cuento una tarde no puede compararse con el trabajo que me cuesta ahora escribir una página. En cuanto a mi método de trabajo, es bastante coherente con esto que les estoy diciendo. Nunca sé cuánto voy a poder escribir ni qué voy a escribir. Espero que se me ocurra algo y, cuando se me ocurre una idea que juzgo buena para escribirla, me pongo a darle vueltas en la cabeza y dejo que se vaya madurando. Cuando la tenga terminada (y a veces pasan muchos años, como en el caso de Cien años de soledad que pasé diez y nueve años pensándola), cuando la tengo terminada repito, entonces me siento a escribirla y ahí empieza la parte más difícil y la que más me aburre. Porque lo más delicioso de la historia es concebirla, irla redondeando, dándole vueltas y revueltas, de manera que a la hora de sentarse a escribirla ya no le interesa a uno mucho, o al menos a mí no me interesa mucho.

La idea que le da vueltas

Les voy a contar, por ejemplo, la idea que me está dando vueltas en la cabeza hace ya varios años y sospecho que la tengo ya bastante redonda. Se las cuento ahora, porque seguramente cuando la escriba, no sé cuando, ustedes la van a encontrar completamente distinta y podrán observar en qué forma evolucionó. Imagínense un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija menor de 14. Está sirviéndoles el desayuno a sus hijos y se le advierte una expresión muy preocupada. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella responde: No sé, pero he amanecido con el pensamiento de que algo muy grave va a suceder en este pueblo”.
Ellos se ríen de ella, dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el adversario le dice: “Te apuesto un peso a que no la haces”. Todos se ríen, él se ríe, tira la carambola y no la hace. Pago un peso y le pregunta: ¿Pero qué pasó, si era una carambola tan sencilla? Dice: “Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi mamá esta mañana sobre algo grave que va a suceder en este pueblo”. Todos se ríen de él y el que se ha ganado el peso regresa a su casa, donde está su mamá y una prima o una nieta o en fin, cualquier parienta. Feliz con su peso dice: “Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla, porque es un tonto”. “¿Y por qué es un tonto?”. Dice: “Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado por la preocupación de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo”.
Entonces le dice la mamá: “No te burles de los presentimientos de los viejos, porque a veces salen”. La parienta lo oye y va a comprar carne. Ella dice al carnicero: “véndame una libra de carne” y, en el momento en que está cortando, agrega: “Mejor véndame dos porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado”. El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice: “Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se está preparando, y andan comprando cosas”.
Entonces la vieja responde: “Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras”. Se lleva cuatro libras y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo en el pueblo está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice: “Se han dado cuenta del calor que está haciendo?”. “Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor”. Tanto calor que es un pueblo donde todos los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos. “Sin embargo —dice uno— nunca a esta hora ha hecho tanto calor”, “sí, pero no tanto calor como ahora”. Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un parajito y se corre la voz: “hay un pajarito en la plaza”. Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito.
“Pero, señores, siempre ha habido pajaritos que bajan”. “Sí, pero nunca a esta hora”. Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo. “Yo sí soy muy macho —grita uno— yo me voy”. Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen: “Si este se atreve a irse, pues nosotros también nos vamos”, y empiezan a desmantelar literalmente al pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo. Y uno de los últimos que abandona el pueblo dice: “Que no venga la desgracia a caer sobre todo lo que queda de nuestra casa” y entonces incendia la casa y otros incendian otras casas. Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio clamando: “Yo lo dije, que algo muy grave iba a pasar y me dijeron que estaba loca”.

* Discurso pronunciado el 3 de mayo de 1970 en Caracas, Venezuela.



miércoles, 9 de febrero de 2011

Medio siglo

Un día como hoy hace 50 años, nacía uno de los mitos más grandes de la historia. En The Cavern daba su primera presentación un grupo llamado The Beatles. En aquel  bar de Liverpool, al mediodía, a la hora del almurzo, cuatro pibes de flequillo subían por primera vez a un escenario juntos. Conquistarían el mundo y el mas allá.


martes, 8 de febrero de 2011

Todo está en su punto, incluso el caos.

El diario Página 12 publica todos los días un suplemento, Verano 12, que incluye, además de crucigramas o juegos de ingenio para no aburrirse en la playa, un cuento de un autor argentino. Han pasado ya Abelardo Castillo, Luis Guzmásm, Noe Jitrik, Vicente Batista, Dal Masseto, Liliana Heker, Fabian Casas entre muchos otros. El suplemento incluye el cuento y una presentaciñon/explicación escrita por el mismo autor del porqué  o la motivación al escribir el  cuento.
Hoy publicaron un cuento exquisito de para mí el mejor escritor argentino vivo:  Marcelo Cohen.
La gran cadena de los panaderos.


Para leer el cuento completo ingresá ACÁ



EL CUENTO POR SU AUTOR

Todavía, aunque ya sea algo tarde, se oye repetir que la novela puede ganarle al lector por puntos, pero el cuento debe dejarlo KO. Nunca me gustó este símil poco ingenioso; pienso que ni el gran cuentista que lo dejó escapar ni muchos de los hinchas que lo propagan se pararon nunca a considerar lo que esconde. En dos escritores que admiro y diferentes entre sí a más no poder, Macedonio Fernández y William Burroughs, encontré una idea más penetrante: la literatura debe aspirar a conmover integralmente la conciencia del lector. Parece claro que esa conmoción no debería parecerse en nada a la conmoción cerebral que causa un cascotazo en la cabeza. Si se habla de combate, y no hay poco de eso en la lectura, prefiero que el que entablan lector y autor sea mental, o, mejor todavía, que el éxito o el fracaso del autor se parezcan al del buen anfitrión. Aquí le ofrezco este lugar. ¿Le gustaría vivir en él una temporada? ¿Y qué le parece la idea de volver más adelante?
Un KO es cosa de mucha habilidad y bastante potencia. Pero un cuento puede no ser una pieza de habilidad. Desde mi punto de vista, un buen cuento es el que ofrece una sensación verdadera –o la actualiza–, y ofrecer una sensación requiere haber sentido, o tener la nostalgia de haber sentido o haber pensado un sentimiento. Estas cualidades no son exactamente técnicas; son del orden de lo sensual, quizá de lo sexual, y por qué no del idealismo poético, que es una forma del pensamiento. Las sensaciones verdaderas son poco comunes en un mundo lleno de mediaciones estridentes, tapizado de copias y fingimientos, roturado por un lenguaje tan ajeno a la vida que en vez de comunicar a la gente la separa. Pero si el lenguaje es el gran instrumento de sujeción y control también puede ser un tímpano de lo más sensible. Entre esas dos posibilidades se libran los combates literarios, y ahí sí el cuento debe actuar con cierta velocidad: de modo de eludir el ruido de los mensajes gerenciadores, supuestamente incitantes y manifiestamente insulsos, pero no ese “ruido” perturbador que son las palabras cuando andan a la busca de un significado que se nos hurta. Ahora bien, un desarrollo estético fatal pone periódicamente al cuento moderno ante una disyuntiva estrecha: o vuelve al romanticismo (es “una representación profética”, como pedía Novalis), o se exalta a sí mismo como dispositivo perfecto, “maquinita”, y por esa vía cae de nuevo en la superstición técnica y sucumbe a la preceptiva. Por mi parte, a veces he escrito cuentos casi por el capricho de rebatir esos modelos. La salida al falso dilema la entreví por ejemplo en Kafka, Buzzatti, Felisberto Hernández, Virgilio Pinera, John Cheever, James Ballard o, para ser más contemporáneo, M. John Harrison y la extraordinaria Kelly Link (cuya promoción encendida aprovecho para hacer en este espacio para todos los lectores de verano), el núcleo de cuyos cuentos suele ser algo que se ha captado con más de un sentido y por eso perdura, como esa música de un concierto que uno puede recomponer horas después, de vuelta en casa, a partir de unos fragmentos que se estamparon en la memoria. Cuentos que abjuran de la perfección, a veces conjuntos de escenas dispersas, como si hubieran soñado, sin conseguirla del todo, una forma todavía desconocida. A veces el camino hacia la sensación verdadera da un largo rodeo por lo fantástico. Otras veces el rodeo es realista. De hecho, el cuento le enseña a la vida que los rodeos no existen. Siempre existe un solo camino, y en general el pathos radica no en haber tomado el camino malo sino en haber tomado el único posible, pero sufrir la errónea sospecha de que podía haber otro. La médula de los cuentos que siempre quise emular, me parece, es una imagen en la cual tienden a confluir varios contenidos mentales, o entran en relación percepciones diversas. Si el cuento consigue reunirlas, el efecto en el lector es el de un despertar a la experiencia, algo que en el mundo siempre está a punto de perderse. Quizá por todo esto nunca escribí un cuento en base a una anécdota, propia o recogida, ni deformando o ampliando una anécdota, ni sometiéndola a inversiones, desplazamientos, condensaciones o transformaciones, como explica Freud que hacen los sueños para figurar un mensaje intolerable. No: lo que me gusta es idear nexos entre dos o más motivos cualesquiera que aparecen de repente en la cabeza y se niegan a abandonarla. No siempre el procedimiento me permitió entender por qué esos motivos estaban ahí, ni la imagen que obtuve uniendo varias fue reveladora, pero al menos me permitió llegar a la conclusión de que, muy a menudo, lo que narra un buen cuento es la historia del descubrimiento de un error. O sea, la historia de un despertar.
En el cuento que sigue, el que despierta es un panadero.

Marcelo Cohen



viernes, 4 de febrero de 2011

De Selby

" Dado que la existencia humana es una alucinación que contiene en sí misma la secundaria alucinación del día y de la noche (esta última una insalubre condición de la atmósfera debida a la acumulación de aire negro), está mal que un hombre sensato se preocupe por la ilusoria aproximación de esa alucinación suprema llamada muerte"

jueves, 3 de febrero de 2011

Medios Esclavos


















Esta nota se publicó ayer en el diario Página 12 a raíz  de las denuncias de trabajo esclavo por parte de empresas cerealeras y el tratamiento que le dieron los medios:


medios y comunicación

Medios esclavos

Frente a las recientes denuncias sobre la existencia de trabajo esclavo en la Argentina, Roberto Samar y Ariel Lieutier ponen en evidencia de qué manera grandes medios de comunicación contribuyen al ocultamiento de estas situaciones reforzando la invisibilización social.

Por Roberto Samar * y Ariel Lieutier **
En la Argentina del siglo XXI hay trabajadores cuyas condiciones de vida y explotación lindan con la esclavitud. Sin embargo, los medios hegemónicos rara vez hacen referencia a ello. Frente a determinados temas que se contrapongan con los intereses o las concepciones de quienes dirigen su línea editorial, la salida es la omisión. Una noticia no es noticia, no por falta de interés sino precisamente por el interés de esos medios en que no lo sea. En el ágora mediático, a diferencia de un hospital, el silencio no es salud, sino ocultamiento.
La explotación existe por su invisibilización social. Pero la invisibilización es doble: también la reproducen los medios de comunicación, lo que refuerza y sostiene a la primera.
Un hecho puede taparse o puede hacerse tapa, reza un slogan de marketing comercial de un matutino. Eso ocurrió en el mes de enero, cuando Página/12 inició una amplia cobertura disparada por un procedimiento judicial, realizado en San Pedro donde se reveló que la transnacional Nidera, una de las mayores exportadoras de cereales, tenía reducidos a condiciones de servidumbre a 130 trabajadores, entre ellos 30 niños y adolescentes. El tema fue tapa no menos de seis veces en dos semanas. El país abolió la esclavitud en 1853, por lo que es razonable que para la política editorial de un diario el tema sea noticiable.
No lo fue, sin embargo, para Clarín y La Nación, para cuyos editores los ejes elegidos en esa semana fueron el golpe boquetero a un banco, la presión tributaria y la falta de billetes.
En dichos periódicos, la reducción a la servidumbre de trabajadores por parte de Nidera SA sólo obtuvo una cobertura marginal. Varios días después, cuando no se podía seguir negando la existencia de la noticia, el diario La Nación publicó en formato de nota periodística un comunicado de la empresa, sin dar lugar a otras voces. No hubo testimonios de las víctimas ni de las organizaciones que entienden en la problemática ni de las áreas del Estado que intervinieron.
Asimismo, en una editorial de La Nación, se tomaba el comunicado de Nidera como incuestionable y señalaba “cabe preguntarse si, tratándose de un trabajo migratorio, de pocas semanas, abonado en blanco y contratado de acuerdo con las leyes respectivas, se justifica la calificación de esclavitud y reducción a la servidumbre que se ha deslizado contra determinadas empresas agrícolas”. Cualquiera que haya visto las fotos y leído las crónicas y los testimonios de los trabajadores está en condiciones de responder a un interrogante tan malicioso. La editorial terminaba, en un increíble giro, deslizando sutilmente una sospecha de que en realidad Nidera podría llegar a ser víctima de una persecución política o ideológica.
Según los manuales de periodismo, la “actualidad” y la “novedad” son dos valores destacables que tiene que tener una noticia. Para Clarín el tema recién existió casi una semana después de su difusión. Su cobertura no superó los cuatro párrafos y también dio exclusivamente la versión de la empresa sobre los hechos.
Es probable que los vínculos con la transnacional Nidera influyeran en esa cobertura. Nidera es uno de los principales expositores en Expoagro, la exhibición anual organizada por una sociedad cuyos accionistas son esos diarios. Sin embargo, la reticencia de los medios hegemónicos a difundir noticias que puedan afectar sus relaciones comerciales va más allá de este caso puntual. Las noticias sobre las condiciones de trabajo esclavo en los talleres textiles clandestinos son otra muestra de esta lógica. Si bien este tema es abordado con cierta recurrencia por los medios más grandes, sólo excepcionalmente se hace referencia a las importantes marcas que han sido descubiertas contratando a estos talleres. Además, las coberturas tienden a dar más importancia a la falsificación de marcas que al trabajo esclavo.
Los medios de comunicación, ya se sabe, no reflejan la realidad, sino que muestran un botón de los acontecimientos y una primera interpretación. El abordaje sobre el trabajo esclavo, por lo general encubre la responsabilidad de los actores económicos, dotándolos de cierta impunidad pública que los deja indemnes de las sanciones sociales.
Rodolfo Walsh escribió que la historia en ocasiones se convierte en propiedad privada “cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas”. La agenda pública también lo es. Los medios son esclavos de sus intereses. Y eso también merece ser informado.
* Licenciado en Comunicación Social (UNLZ). Miembro del Departamento de Comunicación de SIDbaires.
** Economista (UBA). Coordinador del Departamento de Trabajo y Empleo de SIDbaires.
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